Letras y Encajes:
cómo no ser mujer en Medellín
(a principios del siglo XX)
Artículo publicado en De La Urbe UdeA No. 67 Diciembre de 2013
La revista Letras y Encajes nació en agosto de 1926 y se convirtió en
la primera publicación hecha por mujeres en Antioquia. En Colombia, la pionera
había sido la revista bogotana La Mujer, creada 50 años antes y dirigida por la
escritora Soledad Acosta de Samper. Sin embargo, mientras La Mujer se publicó solo por cuatro años, Letras y Encajes fue editada mensualmente durante 33 años, hasta 1959. Una aventura de estas
pareciera ser un ejemplo de emancipación femenina, pero al revisar la
publicación es fácil encontrarse con una postura conservadora que, con todo, da
cuenta de cómo se entendía a la mujer a principios del siglo veinte.
Por Daniela Gómez Saldarriaga
sigma.danielagomez@gmail.com
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En Londres de
finales del siglo XVIII, a la escritora Elizabeth Montagu se le ocurrió
reunirse periódicamente con sus amigas para hablar sobre arte. A los encuentros
empezaron a asistir también algunos de sus amigos, entre ellos, el intelectual
Benjamin Stillingfleet. Por las medias azules que usaba Stillingfleet, prueba
de la informalidad de las sesiones, el grupo recibió el mote de The Blue Stockings Society. El término
se trasladó a varios idiomas para referirse a las mujeres intelectuales, las blue-stockingers, una especie recién
aparecida. Al menos en Francia, la traducción bas-bleus solía usarse con sorna para nombrar a estas mujeres que,
sin falta, eran catalogadas de pedantes, egoístas y vanidosas.
En Medellín, las
mujeres que estudiaban y hablaban sobre lo que sabían eran llamadas bachilleras
o marisabidillas. Sofía Ospina de Navarro, en un comentario social titulado “La
mujer en el hogar”, la define: “Sobradamente antipática es la mujer bachillera
que vive solo para leer, y que tiene en la punta de la lengua quince o veinte
nombres de escritores notables para lanzarlos al primer infortunado que se
atraviese”.
El desprecio por
la bachillera es recurrente en Letras y
Encajes. La relación de las mujeres con el conocimiento siempre fue
conflictiva porque no estaban educadas para acercarse a él de una manera
natural, y aunque se diera el afortunado accidente de contar con tiempo y
libros, el hábito era visto como un gesto mezquino. Había sido así durante
buena parte de la historia de la sociedad occidental, en la que había quedado
de manifiesto que las mujeres que alcanzaban un dominio respetable de las
artes, los saberes médicos o filosóficos, eran sancionadas, en algunas épocas,
hasta con la muerte. Más que el hecho de que la mujer fuera incapaz de entender
lo que leía—problema que finalmente debía sortear la interesada, no la
sociedad—, la inquietud general se refería al objetivo que impulsaba la
obtención de ese conocimiento. ¿Qué podrían querer hacer con él? La bachillera
resulta tan odiosa porque su ilustración acelerada era vista como una
pretensión ilegítima de ascenso y una estratagema para seducir a los hombres. No
solo estaba mal visto, por impúdico, que la mujer se dejara llevar por la
galantería, sino que su derroche de conocimiento podía propiciar la situación
indeseable de hacer sentir inferior al hombre, y tal incidente valerle su
futuro social. En el editorial de marzo de 1931, se asegura que existen muy
pocas señoritas bachilleras, y se une a este acontecimiento —no como causa y
efecto, pero sin duda lo es—, el hecho de que la mujer que escribe ya no es una
“excentricidad”.
Las también
llamadas “ridículas” eran temidas porque presagiaban una mujer familiarizada
con actividades que le restaban atractivos femeninos. En septiembre de 1928 se
las relaciona con mujeres “un poco masculinizadas”, las también llamadas
marimachos —nótese que el tronco común de estos apodos es María, el nombre de
la mujer paradigmática que es degenerado por la violación a los códigos
establecidos—, y se achaca su afectación patética a la ignorancia en la cual
habían vivido. “Por eso cuando alguna mujer llega, por su propia cuenta, a
aprender algo, quiere decirlo en altavoz, tanto a hombres como a mujeres, para
mostrar su saber a los primeros y humillar a las segundas”, escribe Teresa
Santamaría, una de la directoras de la revista.
Quienes se
oponían al acceso universal a la educación, aducían ver en la apertura de ese
nuevo espacio la grieta perfecta para que se escaparan a la sociedad una buena
cantidad de mujeres deformadas por el conocimiento; porque ésta era una esfera
hostil, al igual que la política, donde se mancillaba la ingenuidad virginal
que era el principal patrimonio de la mujer joven. Aunque los detractores no lo
relacionan con la pérdida del deseo por parte de los hombres, indican que el
saber se amalgama con el preciosismo de las mujeres, por nombrar de otra forma
su frivolidad, y se convierte en un ornamento intrascendente que resulta
chocante.
Otras referencias
a la existencia de la marimacho aclaran su perfil. Es la mujer que se viste de
hombre —usa pantalón—, “[…] perora en las plazuelas y pretende superar al sexo
fuerte”, se explica en el editorial de agosto de 1931. Habita en el exterior,
no en el interior como la mayoría de las mujeres, y utiliza ropa desenvuelta,
puede moverse y trabajar. La mayoría de discursos que se escribieron para
solicitar la aprobación de la educación de las mujeres contienen la promesa de
mantenerlas alejadas de esa figura monstruosa. Las formas de ese tipo de mujer
resultan repugnantes a la luz de un pasado que ensalza la leyenda del porte, la
distinción y el refinamiento, características que purifican las cualidades de
la raza y le dan un tono de solemnidad a la historia del pueblo antioqueño. En
octubre de 1946 todavía se recuerda con nostalgia que “[…] el trato, agradable
orgullo de nuestros antepasados” heredado a las mujeres, hubiera sido
reemplazado por “[…] movimientos bruscos, afectaciones extravagantes, risas
inoportunas y estruendosas y gritos destemplados”.
El supuesto arrepentimiento
Para no tener que
ceder el poder, los hombres se valían de versiones sobre los acontecimientos
que saboteaban las pretensiones de las mujeres. Se afirmaba que las ideas
feministas eran impopulares aunque fueran popularísimas, pero el hecho de
asegurarlo y escribirlo creaba un precedente y alimentaba la imagen de un
fracaso anticipado. También echando mano de la derrota, se sostenía que las
mujeres que habían experimentado la libertad anhelaban el regreso a sus
hogares, pues se habían dado cuenta de que la promesa de una vida mejor lejos
de lo doméstico no era cierta. En una etapa avanzada de Letras y Encajes y del movimiento feminista, estando en curso el
año 1958, se publica un editorial que anuncia que las mujeres de Norteamérica
deseaban revertir los cambios y retomar las viejas costumbres.
Quien lo escribe
es el columnista más importante y leído de ese momento, Enrique Santos Montejo,
quien firmaba como Calibán. Cita una
encuesta realizada por reporteros del Chicago
Daily Tribune que recolectó la opinión de muchas mujeres estadounidenses y
concluyó que su nuevo ideal era volver a una vida más sencilla, como la de sus
abuelas. El autor dice que esto no le sorprende: “Las muchachas no sacaban de
la libertad exagerada ninguna ventaja”, afirma. “Por el contrario, cuando perdían la juventud y sus atractivos, se
encontraban desamparadas, sin seguridad, sin ideales, sin estímulos y sin moral”. Para Calibán, que la mujer estuviera en una
oficina, su marido en otra y los niños a cargo de la niñera, era el detonante
seguro de la separación de los esposos y de la delincuencia infantil. La
reacción más sana era deshacer los pasos y volver a los tiempos cuando ella se
quedaba en la casa cuidando de su familia.
Pero si en algo
atina el columnista es que la llamada liberación femenina multiplicó las horas
de trabajo de las mujeres. Una doble, triple jornada, que se divide entre la
casa y el trabajo, haciendo más esquiva la posibilidad de dedicarse a una
profesión creativa o disfrutar la independencia económica. Por el estado de las
cosas, la discusión no incorporó la necesidad de que los hombres compartieran
las responsabilidades domésticas, especialmente involucrarse a otro nivel en la
crianza de los hijos, sino que se determinó que las mujeres se habían
equivocado al ambicionar esa libertad. Tampoco había culpa para el capitalismo.
“Las
conquistas libertarias de la mujer son simple engaño”, insiste Calibán, “porque no era la libertad lo
que lograban, sino la sumisión a un trabajo ingrato, que las entregaba molidas
y convertidas, como decimos aquí, en bagazo”.
La liberación local
Las mujeres de
Medellín acudieron a las fábricas cuando solicitaron personal para sus plantas
y no importaba ni el sexo ni la edad. Las primeras obreras fueron niñas desde
los 10 años, algunas habitantes de la ciudad, la mayoría recién llegadas de
otros municipios. En 1916 el 40 por ciento de las obreras provenían de zonas
rurales antioqueñas, y para 1923 representaban el 73 por ciento de empleadas en
las fábricas. Este desplazamiento iniciado por lo llamativo del desarrollo, y
después por la violencia, hizo las veces de acicate social para la liberación
de la mujer, lo que en otros países estuvo producido por un genuino interés
político, dirimido por la vía del derecho o del hecho, pero a la cabeza del
cual se encontraban mujeres convencidas de que merecían ciudadanía y voto. A
nivel local, la necesidad económica aceleró la concesión de todas esas
peticiones sin que la conciencia política se arraigara.
En el editorial
de mayo de 1937 se describe la desorientación de la mujer colombiana debido a
la rapidez de los cambios. No se pide tiempo ni ayuda, sino que se la acusa por
su falta de claridad, producto de una educación inadecuada que hará que cada
día haya más asilos, hospitales y orfanatos “[…] que no darán abasto porque las
miserias y enfermedades irán en aumento”. Esta es otra forma de proyectar
apocalípticamente la emancipación de la mujer. La responsabilidad que le cabe
es que al no estar vigilante —concentrada en su hogar, con sus oídos puestos en
la cadencia de la respiración de sus hijos—, permite que la sociedad pierda su
cauce hacia territorios oscuros de enfermedad, vicio y locura. A mediados de
los años veinte, en la ciudad existían varias instituciones donde se
enclaustraba lo patológico y lo decadente. Estaba el Instituto Profiláctico, el
asilo, el orfelinato, la casa para mendigos, el manicomio, la casa de
corrección para ambos sexos, y cada vez aparecían más instituciones de
beneficencia fundadas por mujeres, dedicadas a auxiliar a las personas que iban
quedando al margen de la ferocidad del sistema económico.
No eran pocos los
trastornos que sufría el reflejo de las acciones de las mujeres sobre la
superficie del juicio social. La demanda moral era alta y parecía no
satisfacerse con nada. Cuando quisieron participar políticamente fueron
criticadas por egoístas y por pensar solo en sí mismas. Sin embargo, la
tradición había celebrado su frivolidad y tendencia a la vanidad, a ese
ensimismamiento que les permitía cultivar su belleza para ofrecérsela a otros.
Esas licencias solo se convirtieron en un problema cuando el mundo se aceleró,
y las conversaciones por sí mismas empezaron a parecer fútiles y la quietud
algo que atrofiaba. Los deportes, por ejemplo, se apropiaron como “conquistas
de trascendencia moral” porque sacaban a la mujer del encierro y hacían
desaparecer a la de tipo “neurasténica, parlanchina y ociosa”. Su
potencia de cura psicológica llegó a las mujeres que empezaron a nadar, a jugar
baloncesto, tenis y golf. En un principio fueron prácticas exclusivas de la
élite, lujo de su ocio, pero al fin y al cabo una liberación lúdica que
revolucionó el sistema de valores sin provocar mucho estruendo.
Para romper la
inercia del silencio, además de la del espacio y del vestido, las reclamaciones
y propuestas de las mujeres llegaron a los medios de comunicación, por entonces
impresos. Todos los contenidos se validaban por la creencia de que ninguna
mujer podría escribir algo contra la moral. “No serían mujeres si así lo
hicieran”, declaran en los comienzos de la revista. Siendo inconcebible la mala
voluntad en la mujer, buena parte de su fuerza se encaminaba a enfrentarse con
los prejuicios de la opinión pública que son “[…] peligrosísimos y le
impiden a veces, no sólo expresar sus pensamientos, sino hasta el derecho de
concebirlos”. Esta declaración inusual dentro del tono de
la revista, va acompañada de una especie de confesión de quienes se vencían
ante el armatoste de dramas, críticas y desprecios: “Muchas
escritoras inteligentes, llenas a veces de desencanto, callan disgustadas
porque son víctimas de la intolerancia”.
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